Ocurrido el traslado de la ciudad de San Miguel de Tucumán, desde el montuoso sitio de Ibatín a este yungoso valle que ya se conocía como La toma -1685-, sus gobernantes debieron encarar entre otros quehaceres referidos a la cosa pública, la búsqueda del espacio propicio donde inhumar a los muertos. Este asunto al principio fue de fácil solución pues la población era poco numerosa y las familias nobles siempre contaron con un trozo de tierra propia, ya sea en cercanías de la ciudad o un tanto alejada de ella, palmo que zanjaba el inconveniente. Los de menor condición social, alojados en las afueras de lo que se consideraba “la urbe”, debieron conformarse con tener una fosa en cualquier descampado de los que por entonces abundaban en tan extensa dehesa.

Pasado el tiempo, entrado el siglo XVIII, la situación comenzó a agravarse. La todavía aldeana ciudad sumaba un considerable número de habitantes y llegó el momento de ocuparse seriamente sobre el tener un enterratorio formal para albergar a los difuntos.
El primero del que se tiene noticias estuvo en los terrenos contiguos al templo que levantaron los Jesuitas, es decir, a la par de la actual iglesia de San Francisco Solano. Luego, erigida la primera iglesia Matriz -hoy Catedral y Santuario de Nuestra Señora de la Encarnación- se dispuso de una tierra aledaña al templo y allí fueron a descansar los restos de muchos tucumanos. Los papeles de archivos hablan, ya en el siglo XIX, de un nuevo osario; este se instaló en lo que se conoció como antigua capilla del Señor de la Paciencia, oratorio que desapareció, no así la advocación, al construirse el edificio de aquel hogar de niñas desamparadas, llamado El buen Pastor. Un poco más cercano a nosotros las crónicas cuentan de un camposanto que funcionó en los predios que hoy ocupa la Quinta agronómica, dominio que pertenecía a la provincia. Tras arduos juicios de expropiaciones, trabas y litigios varios, Tucumán vio, por fin, un cementerio, el del Oeste, columbario que si sabemos admirar, lo veremos más bien como una artística necrópolis.

Y mientras la ciudad de ‘los pudientes’ saldaba sus deudas con Thanatos ¿Qué hacía la gente pobre y qué suerte corrían sus pobres muertos? Poco dicen las noticias sobre esto, pero algo se supo: ‘A campo abierto, cuando yo sucumba/ llorosos hijos cavarán mi tumba’…Y eso fue así hasta casi entrado el siglo XX.
En 1889 el gobierno provincial inicia las obras de construcción de un cementerio público al que pudiera acceder ‘la plebe’, el desvalido, el huérfano de todo blasón. Nos referimos al Cementerio del Norte o ‘Cementerio de los pobres’ como se lo llama desde el inicio.
La finalización de esa necesaria instalación que venía a suplir tamaña carencia, pasó luego a manos del municipio en la gestión de don José Padilla, siendo inaugurada el día 10 de enero de 1894.

Cementerio del Norte. Datos descriptivos
Anotamos aquí antecedentes que familiaricen al lector con tan sagrado espacio. Son asuntos casi correspondientes a una memoria descriptiva de las que suelen confeccionar los profesionales de la construcción y, al no ser estas próximas citas de sencillo hallazgo en las crónicas vulgares, entendemos que pueden ser de utilidad para docentes y alumnos tucumanos:
«El terreno tiene una superficie en metros cuadrados de 123.984,37 y está dividido en secciones demarcadas por anchas calles. Enfrente de las oficinas de administración nace una plazoleta semicircular cuyas medidas son: 60 metros de largo y 6,60 metros de ancho. Unido a la capilla circular cuyo interior tiene un diámetro de 8 metros, posee un peristilo de 18,10 metros de ancho; galería octogonal de 4 metros de ancho y techo en bóveda.
El costo de construcción fue de aproximadamente $110.000 m/n.»

El 19 de enero de 1912, en vista a las irregularidades que se observaban en la inhumación de cadáveres en el cementerio del Norte, se decreta al departamento de obras publicas la prosecución del plano catastral donde se determinarán los sectores de cuadros para enterratorios gratuitos y aquellos destinados exclusivamente para venta de los cuadros las que se harán bajo una administración ordenada y fiscalizada por la inspección general. Este largo decreto donde se individualizaba el nº de cuadro ya sea gratuitos o para ventas fue firmado por Eduardo Paz – Ernesto J. Román.
Y no sólo el cementerio se colmaba de gente; muchas cuadras del incipiente boulevard Avellaneda amanecían o se mostraban desde la víspera, día de las Almas, abarrotadas de puestos de venta de flores, velas, coronas floridas confeccionadas en papel crepé, imágenes santas modeladas en yeso y pintadas de vivos colores, estampitas de diversas advocaciones, vistosos floreros de vidrio y, con el desenfado y naturalidad de lo popular, esas veredas también estaban sembradas de tiendas ambulantes de venta de comidas -fritangas varias- que con humoso aroma tentaban a la muchedumbre que venía caminando desde donde los dejaba el tranvía -Esquina norte- a rendir culto a sus muertos.

Mientras tanto, entre las tumbas, una cuadrilla de diligentes changarines se ofrecía al acarreo de tachos con agua, al aseo de paredes y vidrios, o a pintar con brochas los nichos y otras instalaciones. Sin atentar contra el compungido ánimo de muchos dolientes visitantes, bien podemos decir que esa zona de Villa 9 de Julio se ponía de fiesta.
Santos Populares
El cementerio del Norte es una galería poblada de ‘santos populares’, de almas milagrosas o milagreras como dice la boca común. He aquí algunos de ellos:
La brasilera o Brasilerita: Nunca trascendió su verdadero nombre.
Dice la voz popular que fue una curandera y rezadora que murió ardida dentro del cementerio, al rozar su vestido con las velas encendidas mientras rezaba frente a la tumba de un alma que no hallaba descanso. En el preciso lugar donde acaeció su desdichado final, tiempo después surgió un hilo de agua que se esparce entre fosas.

Pedrito ‘Hallao’: El 29 de junio de 1948, muy cerca de las puertas del cementerio fue hallado, en agonía, un niño recién nacido. La historia que año tras año se renueva sin notorias variantes, cuenta que quien lo alzó vio que sus orejas y boca estaban carcomidas por hormigas y que al darse cuenta de que su vida se cortaba, lo hizo bautizar en la misma capilla del enterratorio, con el nombre de Pedrito. A ese ángel que falleció pocas horas después, la gente lo llamó Pedrito ‘Hallao’.
Los hermanitos Lucas tienen su tumba junto a la de Pedrito ‘Hallao’. A estos dos chiquitos los encontraron juntos, muertos, en algún lugar del parque Nicolás Avellaneda. Eso ocurrió el 18 de Octubre de 1943, día de San Lucas, razón por la que recibieron ese nombre. Al tratarse de mellizos los enterraron en una misma tumba.

El cadete Alberto Soria, numerario de la Gendarmería volante, fue muerto a tiros por José Ricardo Suárez (a) ‘El águila’, un pistolero de Villa Luján, el 18 de julio de 1927, cruzando la entonces polvorienta avenida Mate de Luna y cumpliendo su misión de persecución. Su tumba en el cementerio del Norte, es un atractivo arquitectónico, obra de un joven escultor que se llamó Agustín Aragonés. Al frente del mausoleo se puede apreciar una estatua del cadete, de gran tamaño, con su espada desenvainada y a sus pies la triste figura de una mujer, quizás su madre, rendida de dolor.







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